Brazil (Terry Gilliam, 1985)

Siempre he pensado que intentar clasificar el estilo de un director es una chorrada. Por supuesto, cada uno de ellos tiene aspectos reconocibles, características que definen su trabajo y su visión de lo que debe ser el Séptimo Arte, pero de ahí a elaborar un catálogo que sirva para confeccionar una especie de “tipología de realizadores”, o aceptar como una verdad absoluta lo que pueda decir cualquiera de los que se hacen llamar críticos –por muy reputados que sean-, es una soberana estupidez. El artista es un espíritu libre que carece de límites creativos impuestos por otros; su fidelidad existe sólo hacia la historia que lo motiva y hacia la forma narrativa que elije.

La propuesta fílmica de Terry Gilliam debe ser una de las menos asibles que podemos conocer. En este sentido, ¿qué es lo que se puede decir sobre sus trabajos sin caer en el tono presuntuoso y académico que usa la mayoría de críticos de cine? ¿Apelamos a su mundo onírico? ¿Hacemos referencia a sus ambientaciones llenas de fantasía? ¿Mencionamos sus propuestas imaginativas y, en ocasiones, algo dispersas? Apostad por cualquiera de ellas. Todas tendrán algo de razón.

Lo único seguro en torno a este director es que se trata de alguien que siempre intentará sorprender. No estamos frente a una persona que se guíe por parámetros ya elaborados o que transija la esencia de lo que desea expresar. Su convicción es fuerte y, por lo mismo, son muchos los que piensan que este empeño lo ha llevado a transitar en más ocasiones los caminos del fracaso que los del éxito. Y aun así, continúa dando la batalla.

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Desde mi punto de vista, Brazil (1985) constituye uno de sus mejores trabajos, además de estar en completa sintonía con una década marcada por los horrores de las dictaduras latinoamericanas y por la complacencia anti-izquierdista de los gobiernos ultraconservadores de Reagan y Thatcher. Los que tengan cierta cultura literaria opinarán que la visión de una sociedad absolutamente controlada por un poder omnipresente y represor recuerda a 1984, de George Orwell. Tienen razón, aunque también hay matices.

El sinsentido de las cosas

Brazil nos presenta los acontecimientos que llevan a Sam Lowry (Jonathan Pryce), una persona más dentro de la inmensa burocracia del Gobierno, a ser objeto de la persecución y de la represión ejercida por los organismos de seguridad del Estado. Estamos hablando de una sociedad en la que la amenaza del terrorismo, las desapariciones, la tortura y la banalidad, se han transformado en las principales herramientas para el ejercicio del poder.

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La detención y posterior muerte de una persona inocente a raíz de un error tipográfico que se produce cuando una mosca cae en la cabeza de un teletipo, es el punto de partida para esta historia en la que se explora el sin sentido de una sociedad inmóvil frente al abuso y de un Estado en la que el individuo es  sólo un instrumento para la mantención del orden establecido. El azar lleva a Lowry a involucrarse más de lo conveniente con la familia del fallecido y con Jill Layton (Kim Greist), una vecina que voluntariamente se ofrece a ayudar y que, además, es igual a una mujer que aparece en un sueño recurrente del protagonista. Su obsesión por ella y su relación con un fontanero clandestino llamado Harry Tuttle (Robert De Niro), terminarán por ponerlo en el punto de mira de las autoridades.

Brazil es una historia dura, existencialista y oscura. De no contar con las cuotas de humor negro, ironía o sarcasmo que suele utilizar Gilliam, estaríamos frente a una película absolutamente depresiva. Pero no es el caso. Su final desesperanzador se asimila de mejor manera gracias a que lo que se nos plantea no es sólo una descripción. Por el contario, es una ácida e inteligente crítica, un desafío a las ideas que nos intentan hacer creer que nuestras sociedades están indefensas sin un Gran Hermano que nos convenza de que el individuo es una herramienta y no un fin en sí mismo.

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