Mejor otro día (Pascal Chaumeil, 2014)

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Si algo tiene el cine francés más comercial de los últimos años es que aún persigue la voluntad de renovarse, de sorprender, de permanecer intacto en su frescura. Su alergia a la obviedad se suscribe a un nuevo tipo de trascendencia a través de un género tan canónico y principal como es la comedia. La industria gala ha conocido exitosas relevantes aportaciones a esta categoría en los últimos tiempos, sin bien el director Pascal Chaumeil se ha convertido en uno de los referentes más destacados de esta efervescente articulación. Suyas son también las cintas Llévame a la luna y Los seductores, con las que sorprendió a propios y extraños, principalmente en el público y la crítica del país natal. No es casualidad que su última película hasta la fecha, Mejor otro día, continúe por la misma senda y persiga terreno llano y conocido.

Si en algo destacaban sus films precedentes, era en su rimbombante diseño de producción, ambicioso y pudiente para las exigencias de un género que, en manos de otros productores mucho más conformistas, se basaba en la reiteración, el minimalismo y el lugar común. Chaumeil se postula como un revelador de la comedia de alta categoría: más allá de la sabida atención en los gags, las florituras y la languidez expositiva, busca fortalecer y revitalizar los aspectos más cinematográficos del género y ensancharlos para dar cabida a mayores y mejores resultados. Cuando esto ocurre, otros procedimientos temáticos se cuelan y se metamorfosean en las figuras gramaticales de los relatos asumidos.

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Siendo esta una producción más británica que francesa, sobre el papel, es de recibo recordar las palabras de uno de los grandes maestros modernos de la comedia británica: Richard Curtis. El célebre guionista de Notting Hill o Love Actually argumentaba que, para escribir una comedia, lo primero que debes tener presente es que no estás escribiendo una comedia. Paradójico pero muy lógico desde un cierto punto de vista conceptual. El particular manierismo creativo del guionista le impulsa a considerar que la ironía y la comicidad son más fáciles y estimulantes de tratar cuando el drama emerge como telón de fondo. En ocasiones, y por momentos, lo burlesco se ve solemnemente ennegrecido por las bastas embestidas de lo dramático y da como resultados unos fines tragicómicos que actúan como fuerzas de choque pendulares que, a todas luces, fomentan un abanico mucho mayor de emociones impulsadas.

La novela de Nick Hornby adaptada por Jack Thorne se antojaba de una peligrosa oscuridad. Difícil contienda, como punto de partida, supone propulsar la carcajada a través de una tesis tan peliaguda como el suicidio. El guionista se limita a mantener la trama principal de la novela pero quizás ajustando mejor las relaciones entre los personajes –acertadamente dispares, equívocos y radicalmente distantes- a través del sutil y consabido humor inglés. Chaumeil, en sus labores tras las cámaras, endulza y carameliza la función para hacer el trago más digerible para el target de audiencia más amplio posible. Pese a ello, su digerido no es tan primario ni simple como se cabría esperar en una comedia de enredo modernizada, algo que anota un tanto a su favor y en beneficio de esta adaptación a la gran pantalla.

Alejado de la feliz y liviana mordacidad de sus anteriores obras, el director francés se mete de lleno en suelo pantanoso y sus resultados son, a menudo, dispares. De forma puntual, el drama come y carcome la mayor parte del show, haciendo que el mismo se antoje indigesto y pasado de revoluciones melancólicas. Queda, en todo caso, un loable intento ante semejante berenjenal y un cierto regusto final de gozo al haber contemplado una química tan peculiar entre un reparto cubierto de estrellas del ayer, del hoy y del mañana.

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