Escribir sobre ‘Invierno en Europa’ es escribir sobre las trampas del lenguaje. El lenguaje, por su función comunicativa y por su condición hereditaria, lleva consigo un principio de simplificación que se materializa en el habla. Para poder comunicarnos con los demás de forma ágil y supuestamente inequívoca a través del lenguaje condensamos la realidad en pequeñas cápsulas fácilmente digeribles. En algunos casos, esta simplificación es inocente e irrelevante, como cuando hablamos del color verde sin plantearnos su tonalidad ni su composición o cuando hablamos de tomates sin plantearnos ni su tipología ni su pertenencia al campo de las frutas o de las verduras; en otros casos, sin embargo, las palabras se convierten en un arma de doble filo y la simplificación que acarrea el lenguaje implica la normalización de ciertas palabras que terminan por convertirse en leit motiv de las conversaciones de barra de bar pero que, por su alegre uso, diluyen el peso de su significado. En los últimos años, por ejemplo, hemos visto cómo las palabras ‘corrupción’,  ‘crisis’ o ‘guerra’ se han vuelto términos vanos de fácil digestión que (sorprendentemente) somos capaces de pronunciar sin escandalizarnos, como si todos ellos no implicasen directa o indirectamente crímenes y muertes, como si no fuesen hechos atroces e inmorales, como si no hubiese culpables de todo lo que implican, como si, en fin, el mero hecho de tener que pronunciarlos no debiera revolvernos las tripas. El término ‘refugiados’ es uno de ellos y, si bien se ha convertido en vox populi en el último año, ninguno parecemos darnos cuenta de lo que realmente estamos diciendo. Es aquí cuando películas como este impecable ‘Invierno en Europa’, mención especial del jurado en la última SEMINCI y dirigido por el muy prometedor Polo Menárguez, se vuelven imprescindibles, pues consiguen  recordarnos de qué narices hablamos cuando hablamos de «refugiados» y qué mencionamos cuando nos referimos a nuestra bienamada «Europa».

Serbia. 2016. El documental se centra en los miles de refugiados afganos, palestinos y sirios que (mal)viven en Serbia a la espera de poder cruzar algún día a Hungría, primer país de la zona Schenguen, que permite la libre circulación de ciudadanos entre distintos países europeos. Los que tienen suerte están en un campo de refugiados donde consiguen comida y atención y donde se alojan principalmente mujeres y niños. Cientos de ellos, sin embargo, encuentran cobijo en una estación de trenes abandonada en Belgrado; tantos otros, en una antigua fábrica de ladrillos abandonada junto a la frontera, en Sobótica; otros muchos viven en la clandestinidad ocultos entre los bosques ante el miedo de que les encuentre la policía. Es sobre todo hacia estos grupos de seres humanos completamente desamparados hacia los que dirige nuestra mirada, destinada a sumergirse por completo en la situación desesperada en la que viven.

A través de su cotidianeidad, de sus miradas, de sus sonrisas quebradas, del vaho de su boca, de sus testimonios y de los de la poca gente que arrima su hombro al de ellos es como ‘Invierno en Europa’ hace recuperar al lenguaje su significado y dejarnos claro que ser refugiado no es una condición burocrática, sino una situación (in)humana. Nos recuerda que ser refugiado es estar durmiendo en tu cama y escuchar un dron disparando contra tu casa. Ser refugiado es tener la certeza de que tanto tú como toda la gente a tu alrededor ha visto morir a familiares y amigos en una guerra que no entiendes ni compartes. Ser refugiado es ser niño, adulto, mujer, hombre o viejo. Ser refugiado es ser profesor y haber huído de tu país junto a otros seis compañeros y ser el único superviviente por alguna suerte de milagro. Ser refugiado es andar más de 5.000km en busca de un lugar seguro. Ser refugiado es llegar allí y darte cuenta de que no lo es. Ser refugiado es pasar a vivir en edificios derruidos. Y pasar frío. Y pasar hambre. Y tener que guardar la mitad de la pírrica comida que te da algún grupo solidario para poder llevarte algo a la boca por la noche. Ser refugiado es tirarte así días, semanas, meses, años. Y dormir, cagar, comer, calentarte y toser prácticamente en el mismo sitio. Y vivir entre basura y hogueras. Y escuchar las toses provocadas por el humo y el frío de la gente que está en tu misma situación, como si fuera un recordatorio de que tarde o temprano también acabará por agarrarse a tu pecho. Ser refugiado es lavarte la cara con una regadera y afeitarte mirándote en un trozo de cristal roto cogido del suelo. Ser refugiado es cruzar una valla, que te encuentre la policía, que sus perros se te echen encima, que te quiten el abrigo, los guantes, los zapatos y todo lo que tienes encima, que te peguen con una porra, que te registren, que te quiten el móvil, el dinero y las tarjetas de crédito, que te lleven de nuevo a la valla, que te hagan sentarte en el barro descalzo durante una hora y media, que te hagan marcharte por donde has venido, descalzo, y tener que caminar 5 kilómetro por la nieve sin zapatos hasta que algún buen samaritano te dé aunque sea unas míseras sandalias. Ser refugiado es recibir comida clandestinamente en el bosque en el que te ocultas porque el país en el que estás ha prohibido incluso alimentarte. Ser refugiado es sentarte a esperar. Y esperar. Y esperar sin saber a qué estás esperando. Y aún así seguir ahí hasta perder toda esperanza, porque ser refugiado es, al fin y al cabo, temer miedo a morir, pero tener aún más miedo de volver a casa. Invierno en Europa - Refugiado en Sobotika

Mientras tanto en Europa seguimos mirando para otro lado. A pesar de basar todo el film en narraciones personales y de abstenerse de todo morbo visual posible, Menárguez no se conforma con retratar únicamente de forma magistral la realidad de los refugiados, sino que levanta el dedo índice para señalarnos y mostrarnos las aberraciones que desde nuestra querida Europa somos capaces de hacer. No abrir fronteras y apenas comprometernos a acoger a menos del 1% de los refugiados entre nuestras fronteras es sólo el lado burocrático de una realidad mucho más triste: el olvido de la humanidad del migrante y el desprecio constante hacia su existencia, convertidos en una especie de cáncer que debemos erradicar en lugar de ver en ellos a los millares de gente inocente que lo único que quiere es “vivir como ciudadanos normales”, aún a costa de abandonar su vida, su familia y su tierra. Ya las irresponsables declaraciones iniciales de Viktor Orbán, presidente de Hungría, sobre una Europa amenazada por los migrantes (y no meramente por los terroristas) establece una aberrante asimilación entre la cultura islámica y el derrumbre del Imperio Europeo que estamos hartos de escuchar y que lo único que produce son monstruos como el alcalde de Asotthalom,  László Toroczkai, quien hincha el pecho al publicar un vídeo oficial donde se atreve a espectacularizar la caza de migrantes al más puro estilo Hollywood bajo la proclama “Hungría es una mala opción. Assothalom es la peor.”. Sin embargo, no es a ellos a los que se dirige el film, no es a ellos a los que pretende poner en jaque, sino que, tras señalarles, Polo gira su dedo índice hacia nosotros para recordarnos – con el plano más simbólico del todo el film – que mientras un grupo de seres humanos se encuentra sobreviviendo en condiciones infrahumanas, nosotros aún nos limitamos a festejar y a lanzar fuegos artificiales, obviando una realidad que se oculta tras un muro que de tan poco mirarlo no nos damos cuenta (o no nos queremos dar cuenta) de que está hecho de metacrilato y tras el cual las caras, los cuerpos temblorosos, las hogueras y las paredes mismas ya nos gritan “por favor, ayuda”.

Invierno en Europa - Refugiados ante fuegos artificiales

Por todo ello, no tenemos ningún reparo en afirmar que ‘Invierno en Europa’ es una de las mejores películas españolas del año (y probablemente el mejor documental), pues además de tener un mensaje implacable y una mirada sensible y desgarradora, también es capaz de alcanzar una brillantez técnica que causará la envidia de la gran mayoría de documentales. En él, la dirección pausada y absorbente de Polo Menárguez se complementa a la perfección con la fotografía de José Martín Rosete, que se mueve con absoluta soltura entre brumas y llamas, por edificios desangelados atravesados por ínfimos rayos de luz y por parajes gélidos e inhóspitos a campo abierto, convirtiendo cada plano general en una hipnótica postal y cada primer plano en una radiografía de la intimidad de cada persona. Todo ello, junto con un impecable trabajo de sonido de Ramón Rico y una comedida y tensa banda sonora a cargo de Luis Hernaiz, contribuye finalmente que el visionado del documental acabe siendo una experiencia absolutamente inmersiva. Y es por eso por lo que la película cumple tan bien su cometido de concienciación, pues a través de esa inmersión logra que nos demos cuenta de que, como afirma Warren Richardson en uno de sus testimonios finales: tú, yo y todos nosotros seguimos siendo parte del problema, no de la solución. Si el cine tiene alguna función ética ésa es la de problematizar la realidad, no mediante el uso de narrativas necesariamente rocambolescas, sino mediante la plasmación directa o poética de esas partes que permanecen ocultas ante nuestro mundo cotidiano, de esa realidad que banalizamos y ocultamos a través de la simplificación del lenguaje y que nos permite hacer de nuestra conciencia una tábula rasa.


El invierno ya está aquí y muchos corren el riesgo de morir por el frío. Recuerda que si quieres puedes ayudar o colaborar con alguno de los pocos grupos solidarios a través de Hot Food Idomeni, Obrim Fronteres y Refugees Aid Serbia.