Crítica de ‘Interior. Leather Bar’
(James Franco… ¡como director! – Vol.V)

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William Friedkin es uno de los directores americanos más influyentes del cine moderno. Esta afirmación ni siquiera debería ser puesta en duda, pues sus películas, desde principios de los setenta, sentaron las bases icónicas de toda una vasta red de films posteriores que, si bien no plagiaron de forma descarada sus obras, como mínimo supusieron una fuerte inspiración. Títulos de la categoría de The French Connection y El exorcista no deben, a estas alturas, ser ya reivindicados, pues su contundencia y su intachable legado continúan resonando en nuestros días. El veterano director siempre se ha caracterizado por el narcisismo de sus propuestas, donde primaba la virulencia de la sordidez humana, la violencia innata y la perversión en sus más amplias y extendidas formas.

Solo así se puede entender una película como A la caza (Cruising), donde Friedkin se introduce en los fondos más bajos y oscuros de Nueva York donde el escenario protagonista son los clubes homosexuales clandestinos donde tienen cabida, como templo de profanación de la carne, el sadomasoquismo, el fetichismo más variado y los juegos perversos de dominación-sumisión con alto contenido explícito y erótico. Tanto así que la censura prohibió que en su montaje se utilizaran 40 minutos de película filmada donde estos actos cobraban especial relevancia y visceralidad. El director, incluso, llegó a ser amenazado de muerte durante el rodaje de la película. El siempre avezado James Franco, interesado por este tipo de temas controversiales, junto al realizador Travis Mathews, recrea en Interior. Leather Bar lo que podrían haber sido esos fragmentos mutilados y perdidos en la historia del cine.

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Para ello, acude a una suerte de falso documental donde experimenta una construcción del lenguaje que cabalga a medias entre la realidad y la ficción. Para ser exactos, entre el proceso de creación de dichas escenas en los clubs, que incluye castings, pases de texto, conversaciones actorales, llamadas telefónicas y planes de trabajo, y la filmación de las mismas, donde ambos directores no han escatimado a la hora de bucear por el imaginario de Friedkin allá por 1.979 a la hora de radiografiar la depravación y la lascividad. De hecho, las prácticas sexuales en este proyecto-película contienen dosis puntuales de sexo abiertamente pornográfico, algo que ya pudo verse en la anterior película de Franco, The Broken Tower. Monopolio del placer y el dolor como contraataque hacia la censura y las mentes puritanas y cuadradas, podría inferirse de una obra que carece de esquema narrativo para allá de servir de espiritual making-of moderno a una película ochentera que podría haber sido, incluso, mucho más contundente y valiente de lo que ya de por sí se la recuerda.

Friedkin, Mathews y Franco. Directores de diferentes épocas y diferente, quizás, modo de ver el cine, pero si en algo coinciden los tres es en el método de hacerlo posible. Un cine punzante y electrizante que fustiga y abofetea las mentes de los más acartonados y conservadores mientras lanza un grito de reivindicación hacia un colectivo que nunca ha dejado de ser el centro de los ataques y las calumnias de una sociedad encerrada en su propia miseria moral. Con su segunda película en el mismo año, Franco continúa demostrando que es ajeno a todo convencionalismo y que ser abogado de causas perdidas, o sencillamente abogado del diablo, en ocasiones suele tener resultados muy satisfactorios. Tan solo hay que encontrar a la audiencia que sea capaz de valorar sus enormes virtudes.

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