‘El jinete pálido’ (Clint Eastwood, 1985)

Mi padre nunca ha sido un fanático de la música y menos de las bandas sonoras. Entre muchas cosas, su personalidad se caracteriza por un desinterés absoluto por cualquier forma de arte. Para él lo determinante es el poder de una persona para entregarse por completo a su trabajo, aunque esto no conlleve ninguna recompensa interior salvo la capacidad de poner comida sobre la mesa. Es un hombre de viejo cuño, de pocas palabras, que nunca me ha contado detalles de su vida pero que, sin embargo, guardaba un solo disco como un tesoro: El bueno, el feo y el malo.

Recuerdo haber sacado ese vinilo de su estuche muchas veces, mirar las fotografías y fijarme en los rostros de los tres protagonistas, especialmente en el de ese que con expresión imperturbable llevaba un cigarrillo eterno en sus labios, el hombre sin nombre, “El rubio”, Clint Eastwood. El impacto fue inmediato. Por esto, cuando años más tarde tuve la oportunidad de ver El jinete pálido (1985), la conexión fue inmediata. Un fascinante deja vù.

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Entre los que gustamos del cine hay mucho postureo, mucho discurso fácil con pretensiones de intelectualismo que en el fondo no es más que una seguidilla de lugares comunes lanzados para satisfacer al propio ego. No sabéis la cantidad de veces que he escuchado lo mismo en torno a esta película, tanto en las alabanzas como en las malas críticas: que constituyó la resurrección del western como género, que es la evolución del concepto fílmico creado por Sergio Leone, que Eastwood no sabe interpretar, que el diálogo es mínimo, etc. Podríamos seguir hasta el aburrimiento, pero al final nada de esto es relevante.

Lo que importa en El jinete pálido es que en sí misma es la prueba de que las narraciones simples, construidas sobre motivos tan comunes como la venganza o la lucha entre opresores y oprimidos son las que al final tienen más impacto en el público. La historia de un hombre al que sólo se le conoce como El predicador, a quien el azar lleva a defender a un grupo de mineros amenazados por un poderoso empresario del oro, encaja en el espíritu de cualquiera que alguna vez haya sido víctima de alguna injusticia.

En el personaje principal todo es misterio: no conocemos su nombre ni qué lo lleva al pueblo; la película nos lo presenta como un predicador pero no estamos seguros de que realmente lo sea. Con su maestría habitual, en sólo un par de planos Clint Eastwood nos enseña lo único que sabemos con certeza: algo desagradable ocurrió entre él y Stockburn (John Russell), pistolero implacable que dirige una banda de asesinos a sueldo contratada por el millonario Coy Lahood (Richard Dysart) para deshacerse de los mineros encabezados por Hull Barret (Michael Moriarty).

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La mano de Eastwood nos lleva con suave intensidad hacia un final en el que la venganza aparece como un regalo inesperado para alguien en busca de redención. Incluso se da el tiempo para insertar toques románticos que sirven para profundizar aún más en el carácter solitario del Predicador, siempre con belleza, simpleza y elegancia. Sin rodeos pero sin estereotipos.

No sé si mi padre la habrá visto alguna vez o si le interesaría hacerlo. Lo que sí sé (o supongo) es que esa silenciosa parte de él, ese lado que siempre ha mantenido guardado, está ahí por el momento doloroso que le recuerda. Lo mismo que al Predicador. 

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